El pirata alpargata
Había una vez, hace mucho tiempo, un barco que navegaba por
los mares de sur. Era un galeón pirata y al mando estaba el Capitán Alpargata.
El Pirata Alpargata era un jefe pirata como todos los demás.
Tenía un garfio en una mano, un parche en un ojo y una pata de palo, y es que
era un poco despistado este pirata y todo lo perdía. Una tarde, mientras
asaltaba un barco enemigo, entre el enorme lío de gente, perdió una pierna y
nunca la volvió a encontrar y en su lugar tuvo que ponerse una de madera como
hacían todos los piratas. Y lo mismo le ocurrió con la mano y con el ojo. Pero
para colmo de sus desdichas en el pie que aún conservaba el pirata Alpargata
tenía un juanete, que le hacía ver las estrellas cada vez que se calzaba sus
lustrosas botas de pirata, por lo que nuestro amigo sólo podía usar alpargatas,
mejor dicho, alpargata. Y es por eso que era conocido en el mundo entero como
el Pirata Alpargata.
Pero un día durante un viaje por alta mar, se desató una
tormenta con truenos, relámpagos y mucha, mucha, mucha lluvia. Y ¿sabéis lo que
pasó? Pues que su alpargata se mojó y, claro, se estropeó. Al Pirata Alpargata
no le quedó más remedio que ir a buscar otro zapato. Así que cuando se calmó la
tempestad se decidió a encontrar al mejor zapatero del mundo que le hiciera un
zapato digno de un gran Capitán Pirata.
Y así, junto con su tripulación recorrió los siete mares en
busca de su calzado y llegó al reino donde vivía el zapatero Calimero.
“Necesito un zapato, Calimero”-le dijo el pirata.
“Creo que tengo lo que busca” –le respondió el zapatero
Calimero y le mostró una chancla de playa.
“Qué cómoda parece, pero se me congelarán los dedos cuando
viaje al frío mar del Norte”- contestó Alpargata.
“Pues quizá le guste este precioso zapato de tacón” –dijo
Calimero.
“Es muy bonito y elegante y la verdad es que me queda muy
bien. ¡Además me hace más alto! Pero no podré correr ni saltar al abordaje con
él. Tampoco me sirve.”
“¿Y qué le parece este otro? Con este sí podrá correr –
preguntó el zapatero enseñándole una zapatilla deportiva.
“Uy, no. Me tendré que atar los cordones y con lo despistado
que soy se me olvidará, me los pisaré y me daré un batacazo.”
“Espere, ¡ya lo tengo! Hace pocos días me trajeron un zapato
que alguien se dejó olvidado en un baile en el palacio. Y sólo hay uno, así que
le valdrá”. Y Calimero le sacó un diminuto zapatito de cristal, pero en cuanto
Alpargata introdujo el pie… ¡cras! Se rompió en mil pedazos.
“¡Oooh! Nunca encontraré un zapato que me sirva” –se quejaba
el pirata, perdiendo toda esperanza. El Capitán Alpargata se despidió del
zapatero Calimero y se marchó, descalzo, con su barco rumbo a otro lejano
destino. Hasta que, tras varios días navegando y navegando divisaron tierra en
el horizonte:
“¡Tierra a la vista!” -gritó el vigía desde lo alto del
mástil. Habían visto una isla en el horizonte.
¿Sería la isla del tesoro? ¡No! Mucho mejor: Era la isla de
los Piesdescalzos; una tribu que no conocía los zapatos y por eso siempre
andaban descalzos.
Alpargata atracó su barco en la playa de la isla y
desembarcó.
“¡Por fin un sitio donde poder andar sin zapatos! Creo que
me quedaré aquí a vivir” –pensó. “La verdad es que estaba un poco cansado de
viajar en el barco de un lado para otro, de buscar tesoros y asaltar otros
barcos. Sí, aquí me quedaré a vivir”.
Y así fue como el Pirata Alpargata se hizo amigo de la tribu
de los Piesdescalzos y montó una zapatería con la que hizo zapatos de todo tipo
a todos los piesdescalzos.
Y colorín colorado
este cuento pirata se ha acabado.

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